
A finales de los años ochenta, una nueva técnica de laboratorio revolucionaba el mundo de la microbiología médica. Basada en un trabajo que mereció un premio Nóbel, la reacción en cadena de la polimerasa (más conocida por sus siglas en inglés, PCR) amplificaba específicamente, y en centenares de millones de veces, la concentración del material genético de un determinado agente infeccioso, de forma que hacía posible detectar su presencia en una muestra aún cuando se hallase en cantidades mínimas, imposibles de detectar por otros métodos. Una década después, el aspecto de los laboratorios de diagnóstico microbiológico había cambiado para siempre.
Otros estudios similares realizados en la misma época rindieron resultados negativos, y en los años transcurridos desde entonces, en los que la tecnología de PCR se ha pulido y mejorado notablemente, nunca se ha vuelto a detectar la presencia de material genético de poliovirus en muestras clínicas tomadas de pacientes con síndrome post-polio. Así pues, los resultados experimentales hablan hoy en contra de la hipótesis de la persistencia viral. Pero existen, además, otros datos a considerar que se expresan en el mismo sentido.
Los virus persisten en el organismo humano a través de dos mecanismos diferentes, que se conocen como latencia y cronicidad.
En la latencia, el virus se oculta completamente en el organismo durante períodos largos de tiempo, sin que el propio sistema inmunológico del individuo pueda detectar su presencia. De cuando en cuando (pueden ser meses, años o décadas), el virus sale de su escondite y prueba fortuna de nuevo, tratando de reproducirse como lo hizo durante la infección aguda. Lo habitual es, sin embargo, que no lo logre, ya que el sistema inmunológico, que ya lo conoce, lo detecta rápidamente y lo combate con eficacia. No obstante, si existe alguna circunstancia, fisiológica o patológica, que debilita la respuesta inmunológica, el virus puede tener éxito y producir una enfermedad, y esto, en algunos individuos, puede suceder de forma recurrente a lo largo de la vida.
Los virus herpes son los maestros de la latencia, y algunas de las enfermedades recurrentes que producen son muy bien conocidas por muchos. Las calenturas labiales son el efecto de la recurrencia del virus del herpes simple, que se oculta en los ganglios nerviosos sensitivos tras la infección aguda. En las mujeres, la menstruación induce un cierto grado de depresión del sistema inmunológico, y no son pocas las que, de forma recurrente, padecen estas molestas y dolorosas lesiones labiales en coincidencia con la regla. Por su parte, el virus de la varicela (un virus herpes muy parecido al del herpes simple) se oculta también en el sistema nervioso una vez que la varicela ha curado, y su recurrencia origina la enfermedad conocida como herpes zoster. Típicamente, el zoster aparece durante la vejez, cuando el sistema inmunológico, al igual que muchos otros componentes del organismo, muestra ya claros síntomas de debilidad, lo que prueba que la latencia de los virus herpes se prolonga de por vida.
Por lo que sabemos, sólo los virus que poseen un material genético constituido por ADN, o que son capaces de transformarlo en algún momento en ADN, pueden desarrollar una estrategia de persistencia basada en el fenómeno de la latencia. Para ocultarse en las neuronas de los ganglios sensitivos, los virus herpes empaquetan su material genético de una forma que le hace invulnerable a los ataques de ciertos enzimas presentes en el citoplasma de las neuronas, y este blindaje sólo puede adquirirlo un genoma constituido por ADN. Por su parte, los retrovirus endógenos (que son muy diferentes del retrovirus que produce el SIDA) poseen un material genético constituido por ARN, pero también un enzima capaz de fabricar copias de ese genoma en forma de ADN. Una vez en el interior de la célula, el genoma del retrovirus es copiado a ADN y, bajo esa forma, es incorporado físicamente a un cromosoma celular, pudiendo pasar años en esa forma latente. No se conocen aún retrovirus endógenos que produzcan enfermedad en el hombre, pero sí en otras especies de vertebrados, incluyendo mamíferos y aves.
Los poliovirus poseen un genoma constituido por ARN y, a diferencia de los retrovirus, carecen de enzimas capaces de transformar ese genoma en ADN. Por todo ello, no podrían establecer latencia en el sistema nervioso por ninguno de los mecanismos que se han identificado hasta hoy en los virus capaces de hacerlo. Salvo datos en contra, se puede decir con fundamento que es muy improbable que los poliovirus puedan permanecer latentes en el sistema nervioso tras la poliomielitis aguda para, décadas más tarde, despertar de nuevo y ser causa del síndrome post-polio.
En la cronicidad, las cosas suceden de forma muy diferente, ya que el virus permanece visible en todo momento, tanto para el sistema inmunológico como para el microbiólogo que estudia las muestras clínicas del paciente en el laboratorio. En mayor o menor medida, el virus se reproduce en algún lugar del organismo, o si no lo hace completamente, al menos sí fabrica algún componente propio que delata su presencia. Si de esa actividad se deriva algún daño para las células que lo albergan, el fenómeno de la cronicidad origina lo que se conoce como una enfermedad vírica crónica.
Las enfermedades víricas crónicas tienen una enorme repercusión sanitaria. Baste decir que el SIDA es una de ellas, como lo son también las hepatitis crónicas debidas a los virus de las hepatitis B y C, que afectan a varios cientos de millones de personas en todo el mundo. Lo más desconcertante del caso es que las personas afectadas no presentan ninguna anomalía inmunológica, sino que poseen un sistema inmunológico perfectamente competente que, sin embargo, no es capaz de combatir eficazmente la infección. Las respuestas a esta paradoja (porque hay más de una) nos muestran hasta qué punto pueden afinarse los mecanismos de adaptación evolutiva que permiten que las especies triunfen en su lucha por continuar existiendo.
El virus de la hepatitis B constituye, para nosotros, el paradigma de lo anterior. Una vez ha llegado al interior del hepatocito, que es la célula funcional del hígado en la que se multiplica, éste virus no se contenta con producir nuevas partículas capaces de infectar otros hepatocitos y de diseminar la infección. Además, fabrica en enormes cantidades dos proteínas que son liberadas al exterior de la célula y que pasan a la sangre. Una de ellas atrae a los anticuerpos que produce el sistema inmunológico para destruir las partículas víricas infecciosas, uniéndose a ellos y haciendo imposible su actuación. La otra se fija a la superficie de las células del sistema inmunológico que se encargan de encontrar y destruir las células infectadas por el virus, y lo hace de forma que vuelve ciegas a esas células, incapaces ya de reconocer a los hepatocitos en los que se reproduce el virus. Con estos señuelos, el virus de la hepatitis B reduce la eficacia de la respuesta inmunológica hasta el punto de ser capaz de continuar reproduciéndose en el paciente infectado durante toda su vida, aunque sólo lo consiga en un diez por ciento de los casos.
Por su parte, el virus de la hepatitis C y el virus del SIDA comparten una estrategia común para establecer la cronicidad. Esta estrategia no es tan sofisticada como la que exhibe el virus de la hepatitis B, pero es más eficaz, ya que, a diferencia de lo que sucede con aquel, tiene éxito en la inmensa mayoría de los casos. En esencia, lo que hacen estos dos virus es cambiar continuamente, y a velocidad vertiginosa, la “cara” que presentan al sistema inmunológico, de forma que éste tiene que enfrentarse en cada momento no ya a un enemigo conocido (lo que sabe hacer con gran rapidez y eficacia), sino siempre a uno nuevo. Este cambio de cara consiste en una transformación continua y rápida de las propiedades inmunológicas de las proteínas que se sitúan en la superficie de las partículas víricas, que tiene su base en un fenómeno repetido de mutación en la parte del material genético que dirige la fabricación de esas proteínas. Así, cuando se toman muestras de sangre del paciente en forma periódica y se comparan los virus presentes en ellas en lo que concierne a las propiedades inmunológicas de esas proteínas de superficie, los cambios pueden constatarse perfectamente en el laboratorio.
Este mecanismo de cambio continuo, de “huida hacia delante”, se halla muy extendido en el mundo de los virus cuyo material genético está constituido por ARN. En ocasiones sirve para establecer fenómenos de cronicidad, y, además de los dos que hemos visto, son muchos los ejemplos que existen entre los virus que infectan a otras especies de mamíferos. En otros casos, sirve para que una misma especie de virus pueda infectar nuevamente a hospedadores a los que ya infectó antes, como sucede con el virus de la gripe. En todos estos casos se da una circunstancia común y de gran importancia sanitaria, como es la extrema dificultad para desarrollar vacunas eficaces frente a esos agentes. En el caso de los virus del SIDA y la hepatitis C, aún no se ha logrado. En el del virus de la gripe, las vacunas han de modificarse continuamente para adaptarlas a los cambios que el virus va desarrollando.
En lo que conocemos, los poliovirus carecen de propiedades que les capaciten para establecer cronicidad por ninguno de los mecanismos explicados antes, y nada sugiere que sean, de hecho, capaces de hacerlo. Durante la infección por poliovirus, no se ha detectado la presencia de proteínas que actúen como señuelos para el sistema inmunológico. Por otro lado, las propiedades inmunológicas de las proteínas de superficie de los poliovirus son absolutamente estables, hasta el punto de haber permitido el desarrollo de una vacuna que se ha utilizado sin cambios durante décadas hasta erradicar, virtualmente, la poliomielitis del mundo. Salvo que alguien demuestre, o al menos sugiera con algún fundamento, la existencia de un mecanismo de establecimiento de cronicidad hasta ahora desconocido, puede también afirmarse que es muy improbable que los poliovirus puedan persistir en el organismo después de la infección aguda estableciendo una infección crónica.
En consecuencia, y para terminar, el aporte que la Virología puede hacer, a día de hoy, a la comprensión de los mecanismos que gobiernan la aparición y el desarrollo del síndrome post-polio no es otra que considerar extremadamente improbable que los fenómenos de persistencia viral jueguen algún papel en el proceso. Así pues, pensamos que han de ser otras ramas de la Ciencia, en especial la de la Neurofisiología, las que aporten respuestas en positivo, como de hecho ya lo están haciendo.
Artículo publicado con permiso de la Dra. Pilar León Rega, otorgado a Organización Mexicana para el Conocimiento de los Efectos Tardíos de la Polio, A.C., quien es responsable sólamente de su publicación en este sitio.